El siglo pasado fui artesano. Era una forma práctica de poder viajar sin dinero, pero la verdad es que desde niño soy una persona inquieta y creativa, y siempre me gustaron las manualidades; así que, al hacerme artesano e intentar sobrevivir de ello, en realidad yo solo estaba echando mano de un recurso que tenía y me agradaba. Con el tiempo, el contacto con las letras me absorbió y dejé las manualidades de lado, ejercitándola solo en el mantenimiento del hogar.
Pero el alejamiento no podría durar para siempre, así que empecé a martillar cobre. Mi idea fue hacer señaladores de libros. He hecho muchos, que regalé a innúmeros amigos, y son también la mayor parte de las decenas que uso.
Hacerlos es placentero. Lo que me atrae es la alquimia de la transformación del material, que consigo por medio el corte, el martillado, el repujado, lijado, soldadura y otros procesos. También el grafismo y el diseño. Y, ciertamente, ejercer la creatividad, desafiarme a lograr hacer cosas que no sé hacer, descubrir e inventar técnicas y medios para hacer lo que imaginé, es algo que me motiva de una forma que no sé explicar. Después de terminada la pieza de cobre, la elección de cordones o cintas, las piedras, semillas, mostacillas y demás objetos, la composición de un todo armónico y útil, pensando en darles colores distintos para señalar páginas distintas, el largo para ediciones de formatos específicos… Todo tiene un aspecto lúdico y meditativo al mismo tiempo. Y el placer dura cuando, después de terminar, veo la pieza y me gusta, y puedo regalarla para que siga su camino con alguien que estimo.