Con este título un tanto melodramático quiero comentar un asunto que nos interesa de forma muy obvia a los traductores y estudiosos de la traducción, pero justamente por estudiar estos asuntos sabemos que nos interesa a todos los seres humanos, porque la traducción está en el génesis de la cultura: la traducción de máquina, muchas veces llamada traducción automática, aunque se pueda argumentar con razón que de automática no tiene tanto como podría parecer.
El interesante artículo “Confundir la Feria del Grelo con la del clítoris: por qué no puede un traductor automático sustituir al humano (de momento)”, de Isabel Rubio y Olivia López Bueno, discute los avances de la traducción de máquina y sus perspectivas futuras. Tras los consabidos ejemplos de errores burdos cometidos por las máquinas de traducción (en los que sí se detecta un automatismo acrítico), el artículo se concentra en discutir las perspectivas de mejoría de su desempeño, y vuelve, con buenos argumentos y ejemplos, a la manida perspectiva de que las máquinas demorarán aún para traducir de forma autónoma.
La cuestión no es si las máquinas lograrán traducir de manera provechosa para el ser humano. Eso ya lo hacen en muchos casos, como dice el artículo. Tampoco es cuestión de preguntarse si serán capaces de traducir con calidad comercial, es decir produciendo textos vendibles para seres humanos. Eso también lo lograrán pronto: hay que recordar que no solo debemos pensar en las interfaces gratuitas de GT y Bing, sino en otras máquinas de traducción que ya se usan ampliamente en la postedición y que eventualmente serán capaces de producir traducciones de forma autónoma. Además, “pronto” es un tiempo impreciso, pero basta recordar lo que eran capaces de hacer las máquinas hasta hace pocos años, antes del inicio de las redes neurales, y lo que hacen ahora, pocos años después. El procesamiento de lenguajes naturales es un área del conocimiento que camina a grandes zancadas. Pero las autoras, lejos de quedarse en el alarmismo que suele cruzar las consideraciones sobre esa tecnología, consultando a diversos especialistas consideran como su gran avance y área de aplicación la comunicación entre personas comunes que no hablan la misma lengua.
El artículo termina cuestionando si se dejará de estudiar idiomas en el futuro, a lo que un entrevistado responde afirmativamente, pues el objetivo de aprender lenguas es comunicarnos con otras personas y eso las máquinas de traducción nos permitirán hacerlo sin necesidad de hablar otros idiomas. Es necesario repetirlo para prestar mucha atención: no tendremos que aprender otros idiomas porque la máquina nos comunicará. ¿No suena esto un poco raro?
Como decía, para mí el debate no debe pasar por la eventualidad —peligro o dádiva— de que las máquinas aprendan a traducir de tal forma que sea cada vez más difícil diferenciar sus textos de los producidos por seres humanos, ni debe pasar siquiera por el ingenio humano en sí, capaz de producir dichas máquinas, sino por el interés que tenemos, como humanidad, en renunciar, a favor de las máquinas, a las actividades que nos hacen humanos.
¿Cuál es el sentido de dar a las máquinas una parte de la experiencia humana? ¿Por qué razón usaríamos máquinas para el contacto cultural? Esta perturbadora posibilidad me hace recordar el conflicto de Douglas Quaid/Carl Hauser, personaje de Arnold Schwarzenegger en El vengador del futuro (1990, dirigido por Paul Verhoeven): deseoso de nuevas experiencias, Quaid acude a una empresa que implanta memorias. Así, el personaje no tiene las experiencias, pero la máquina le crea recuerdos de haberlas tenido, y la discusión sobre la veracidad de las memorias pasa a desempeñar un papel central en la trama.
Dejemos de lado la comunicación de personas específicas y pensemos en las consideraciones sobre la traducción de literatura. El único sentido de hacerlo es el lucro, el interés comercial, el abaratamiento del proceso editorial. Añádase la colonización de mercados, y tendremos máquinas sustituyendo a los seres humanos para la explotación más lucrativa de los mercados consumidores. Los robots ya están logrando avances en el campo mismo de la creación literaria, musical y visual. La experiencia humana deja de ser la escritura, la traducción, y también la lectura, pues eliminando al sujeto enunciador elimina el contacto y el intercambio entre los seres humanos, para quedar reducida a una relación de consumo entre seres deshumanizados y corporaciones.
Volviendo a la comunicación entre personas concretas, deberíamos mirar esa maravilla de la comunicación ilimitada con cierta desconfianza. La humanidad se constituye a través del intercambio y de la comunicación. La traducción es, más que un proceso interlingüe, un proceso interpersonal e intersocial. La comunicación entre individuos pertenece al mismo continuum donde se encuentra, en otro punto, la literatura. Todo acto lingüístico es un acto humano, y cuando digo un acto humano estoy diciendo un acto de constitución de la humanidad. Cruzar la barrera de la incomunicación es constituir la humanidad. Eso vale para la expresión entre hablantes de la misma lengua y para la expresión entre hablantes de lenguas diferentes.
Deberíamos preguntarnos más bien: ¿por qué son diferentes las lenguas? La respuesta nos llevará, en algún momento, al concepto de variación lingüística. Las lenguas cambian y los cambios se producen de forma lenta y gradual, a nivel individual y a nivel social. Las lenguas cambian porque van instaurando el caos y la reorganización continuamente, pero la sucesión de pequeños caos y reorganizaciones van presentando diferencias asimismo pequeñas en comunidades cercanas pero diferentes, y también a lo largo del tiempo, y en ejes sociales diversos, y el resultado son diferenciaciones cada vez mayores que terminan produciendo dialectos y lenguas. ¿Pero entonces la lengua nos separa? No, la lengua nos une. Es en el esfuerzo continuo de producir una fuerza de aproximación con las otras lenguas que logramos acercarnos. Si no hubiera variación, la comunicación sería quizás innecesaria en una especie humana sumida en la letargia tediosa de una monótona utopía. La comunicación no es necesaria cuando todos se entienden, sino que supone conflicto y diferencia. Nos comunicamos para cruzar el abismo.
Si las máquinas resuelven la incomunicación, resuelven el conflicto. Pero adiós humanidad, porque si las personas no necesitaran aprender lenguas, ni hacer literatura, ni traducir, perderíamos el sentido de comunidad, la oportunidad de encuentro con el otro. Entonces es esto es lo que debemos preguntarnos: ¿vale la pena?
Y los problemas no terminan ahí: si el cambio lingüístico surge en el marco de los conflictos entre individuos en busca de un sentido de comunidad, ¿qué pasará si las máquinas de traducir se quedan con la mejor parte, con la parte de la creatividad, con el potencial heurístico de la lengua? Lo que pasará es que estaremos renunciando al cambio, y con ello estaremos renunciando a nuestra humanidad. La lengua no será ya un hecho de la humanidad, sino un producto desarrollado y perfeccionado por las máquinas.
Pero esto, en su absurdidad, nos trae también una solución parcial al problema: el cambio ocurrirá de todos modos, porque renunciar a la humanidad es poco menos que imposible. Así, las máquinas de traducción tendrán que ir siempre detrás de la humanidad, entendiendo el cambio y encontrando nuevas soluciones. Como el cambio lingüístico ocurre de manera natural en la sociedad humana, las máquinas de traducción siempre tendrán un atraso para comprender la lengua. Nunca podrán traducir con perfección, porque la perfección no existe, y el estado de lo bueno es un estado en constante mutación.
El problema, en el fondo, está en ver que las máquinas de traducción no son entidades independientes, autónomas, sino que son programas creados por seres humanos bajo el patrocinio de algunas de las corporaciones más poderosas del planeta. Se trata de corporaciones privadas cuyo único interés es la acumulación idealmente ilimitada de poder y recursos. Si renunciamos a nuestra humanidad en favor de las máquinas, lo que estamos haciendo es ponernos en manos de las corporaciones. Esto de la traducción de máquina debería tener otro nombre: la privatización de la humanidad. ¿Y cómo se llaman en la historia las situaciones en que los seres humanos pueden ser considerados propiedad privada? ¿Estaremos construyendo nuestra propia esclavitud?
No es necesario ser tan alarmista. Las máquinas de traducción son una realidad, un camino sin retorno, y realmente son útiles en innúmeras situaciones. Pero me parece que debemos pensar dos veces si de verdad deseamos traductores automáticos tan perfectos, y también qué uso queremos darles. En la ficción, la vida de Quaid, la vida monótona que le hacía querer nuevas experiencias, era ya un recuerdo implantado. Cuando va a Total Recall para adquirir recuerdos, pide precisamente la vida que tenía antes. Pero resulta que la máquina no logra lidiar con el afloramiento irrefrenable de lo humano en Carl Hauser, identidad previa de Quaid. ¿Queremos que las máquinas se usen para desempeñar un papel tan vital para la humanidad? Podemos elegir.
En la imagen que encabeza esta publicación, Douglas Quaid/Carl Hauser reaccionando a la máquina de los recuerdos
Fuente de las imágenes del póster y de Douglas Quaid/Carl Hauser: IMDB.